Muros
Galería del Teatro Campoamor. Oviedo, Asturias, España.
Cruzando muros, una aproximación a la obra de Jorge Perugorría
Por Wendy Navarro.
A inicios de su carrera como pintor, en un boceto dibujado sobre una página de guión escribe Jorge Perugorría: “en esta pecera debería estar expuesto el pez peleador”, más adelante, a través de varias tachaduras logramos ver el resto de la frase: “pero como es una especie en extinción no hemos podido presentarlo”. Desde entonces, se vislumbran en su obra, una serie de preocupaciones de índole social, existencial, cultural o filosófica, que van más allá de lo que tal vez el artista imaginara en un principio, cuando decidiera entregarse al gesto de pintar como un modo de “drenar sus vivencias”. Este boceto de peceras (formas cúbicas) vacías, superpuestas, flotantes y obsesivas, realizado en el año 2001, base estructural de su futuro despliegue arquitectónico, es también la antesala de su reciente interés por los muros y los monumentos, ofreciéndonos una clave fundamental a la hora de interpretar su peculiar universo creativo: la relación del ser humano con su entorno, del espacio como contenedor- modulador de nuestras acciones y el individuo como ente amenazado, prisionero, en “peligro de extinción”.
Teniendo como fuente de inspiración a Cuba, en palabras del propio artista: “el lugar del que soy y al que me debo”, el oficio de pintar también ha significado: “un camino y una búsqueda”. En un sentido que nos recuerda el ejercicio de “autobiografía imaginaria” al que se entrega A. Jodorowski en La danza de la realidad, (su vida como un esfuerzo constante por expandir la imaginación y ampliar sus límites), la pintura de Jorge Perugorría se abre como espacio de libertad, es un medio a través del que logramos ir más allá de nuestro reducido punto de vista, percibiendo esta realidad misteriosa, tan vasta e impredecible[1]. Sus lienzos ofrecen una visión amplia, abierta, desprejuiciada del hombre y el entorno, una vocación humanista que trasciende los espacios concretos de cultura, época, tiempo, sexo, lugar, como parte de un ejercicio continuo de conocimiento y búsqueda.
Los Muros que, en series recientes, custodian a la isla, que se extienden y repiten por la ciudad, invadiendo el entramado urbano, que se reproducen, multiplican o encierran los márgenes del cuadro, implican un comentario sobre Cuba, sobre la situación de la isla, al tiempo que una denuncia sobre la proliferación de espacios cerrados, de límites impuestos y barreras tanto físicas, políticas como psicológicas, mentales, espirituales en la sociedad contemporánea. Esos muros que a casi 20 años de la caída del Muro de Berlín se mantienen y levantan por todo el mundo.
Nuevos referentes afloran en su pintura, como resultado de ese intenso y largo viaje que ha sido para él, el cine, de ese drenaje de vivencias cotidianas, abriendo un camino de derivaciones formales y conceptuales en el que apreciamos un dominio, cada vez mayor, de los recursos expresivos: rejuegos estructurales, manejo de las diversas intensidades cromáticas, alternancia de áreas y contornos, luces y sombras. El cuerpo del artista se inscribe en el propio acto de pintar, necesita de grandes formatos, del gesto y el lenguaje ya sea informalista, naif, expresionista o figurativo. Voluntad de emancipación, sentido de transgresión, extenuación y revitalización de lo pictórico, alrededor de la espontaneidad del trazo, los poderes del signo y una especie de irracional ejercicio de violencia sobre la imagen que parecía estar continuamente en juego en la pintura de J. Pollock durante la búsqueda del objeto subsconciente[2]. El gesto sobre la tela es un gesto de liberación, la pincelada, el chorreado, esa caída del color azarosa, gravitatoria, (desde las nubes, los muros, o el contorno accidentado de la isla), “extensiones como flechas agudas que se unen en la velocidad del proyectil, como el deber de la lucidez que alcanza una desesperación correcta, una ferocidad apolínea”[3].
Motivaciones y ejercicio expresivo, ideas y experimentaciones pictóricas, van de la mano, apoyándose y enriqueciéndose mutuamente. Las derivaciones estructurales de obras como Sosteniendo la Utopía o Paisaje de la ciudad, entre las que ya se perfila el muro del malecón habanero, han ido dando paso a series donde esta intermitencia entre lo espacial y lo arquitectónico, lo fabulado y lo real, lo abstracto y lo figurativo, mundos surreales, oníricos y elementos familiares, afincados en la cotidianidad, van configurando e hilvanando, cada vez más, los diversos entramados de su discurso. En Dulces sueños, extraños personajes alados sobrevuelan la tierra como en una actitud de duelo, conmoción o espera. Debajo la ciudad, custodiada por el malecón, mantiene el color intenso y vibrante del cañaveral o de la jungla que finaliza en seres, cuyos rostros siguen siendo esas “cabezas de pájaros con picos amarrados”, como parte de su peculiar sincretismo iconográfico. Este mismo rostro aparece en las extremidades, brazos y piernas de los “ángeles” y del cuerpo femenino de la Habana, bañado por un pálido y desgastado azul, mientras espera tendido sobre los agudos triángulos del árido e insistente muro.
Son ocasiones en las que su pintura manifiesta una cercanía con elementos característicos de grandes movimientos como la Transvanguardia italiana: Imágenes que parecen flotar en el tiempo y en el espacio, el protagonismo del color tratado en muchas ocasiones con gran sensualidad, o con un aire de romántica nostalgia del pasado, así como un interés por los mitos y leyendas, que recurre, en ocasiones, a las fuentes de la historia del arte con un marcado eclecticismo. Obras como Extraña naturaleza, donde figuras y objetos parecen adquirir cierto aire arcaico, arqueológico, envueltos en una atmósfera metafísica y donde el texto y sus múltiples tachaduras deviene un elemento más de la composición, formando parte indisoluble de la imagen.
Tanto por el juego que habitualmente establece a través los títulos, como por la incorporación de palabras o frases, Perugorría enfatiza registros irónicos o humorísticos, al tiempo que evidencia un especial interés por lo textual, asociado muchas veces a lo popular, refranes típicos del argot cotidiano, títulos de películas emblemáticas del cine cubano o letras de canciones. La frase Hoy no quiero estar lejos de la casa y el árbol, del compositor cubano Silvio Rodríguez aparece en la base de uno de sus lienzos acompañando, a través de sus múltiples evocaciones, ese especial equilibrio en el tratamiento de formas, estructuras y colores a modo de manchas definidas y al tiempo inconclusas, en una suerte de intensidad expresiva o dominio “póstumo” de la pintura mas allá de todo límite[4]. Una silueta con forma piramidal situada en el centro de la composición -casa, árbol, cruz o templo – reaparece en otra de sus obras tras la imagen desdibujada, blanquecina de una estructura que nos recuerda el Monumento a José Martí situado en la Plaza de la Revolución, o incluso al Monumento a la III Internacional, 1919-20, de Tatlin, imágenes que se erigen metáforas de la utopía, de estructuras y arquitecturas de una precaria monumentalidad[5].
De este modo, el trabajo de Perugorría se acerca a ese proceso de deconstrucción de la historia y sucesivo emplazamiento de un universo “pseudohistórico” (fantástico y simulado), como una de las vías para una propuesta “reciclable” de lo utópico en el arte cubano contemporáneo”[6]. Heredero de una cultura híbrida, mestiza (inclusivista, sincrética) y de esa “guerrilla cultural” que nos preparó para un posmodernismo cubano en los 80, ha sabido articular influencias diversas, llegando a conectar tanto con enclaves y referentes de orden universal como con elementos definitorios de nuestra nacionalidad y un espíritu crítico profundamente enraizado en la cultura cubana. Espíritu con el que ha vivido y comulgado, desde el campo de las artes visuales, la literatura o la música y la impronta de importantes figuras como Tomás Gutiérrez Alea (Titón), Humberto Solás, Wifredo Lam o Amelia Peláez, hasta la propia trayectoria del cine cubano, que “siempre ha tenido la mirada en la realidad y que ha devenido una importante crónica de su tiempo”.
Visiones fotográficas, intensidades musicales, ideas y sensaciones diversas se traslucen en sus lienzos como parte de ese singular cruce de referencias. Del mismo modo que su serie Chivo que rompe tambor… (inspirada en un documental que rodó en la provincia de Santiago de Cuba en el que aparecen dos ceremonias afrocubanas con sacrificio de animales) juega con “la idea del sacrificio del pueblo cubano como metáfora”; otros trabajos como la ilustración de la música del compositor cubano José María Vitier en Iré Habana (2006), un homenaje a la Habana, “un deseo de que le vaya bien”, o el documental sobre el concierto del grupo Habana Abierta, (2003) abogando por una “Habana, por una realidad abierta, donde quepan y dialoguen todos”, son experiencias que han enriquecido el espectro reflexivo y sensorial de su pintura.
La obra de Jorge Perugorría comparte esa sensibilidad especial ante lo cotidiano, ante el entorno sociocultural y político en el tratamiento de temas que definen su contemporaneidad, activando importantes paradigmas simbólicos de la cubanía misma, -los colores de la bandera, el muro del malecón, la isla, los vitrales de Amelia-, elementos que tienen que ver con la situación insular y en general con un comentario crítico sobre la realidad. La isla se convierte en soporte para el tratamiento de cuestiones sociales, lejos de ser un símbolo estático su campo de connotaciones varía tanto como se transfigura su propia apariencia[7]. Cercada, transfigurada, antropomórfica, refiere agudas evocaciones sobre su complejo porvenir y la necesidad de pensar en el bienhestar de la sociedad (“Cuba necesita cambios profundos que saquen al país del inmovilismo económico y estimulen a la gente»[8]). Siendo a la vez un sondeo sobre los efectos de una identidad sometida al reflujo migratorio, a las múltiples rupturas, generando un proceso de interacciones y confluencias que deviene metáfora de dilemas sociales y migratorios a lo largo del planeta.
Los muros que rodean la ciudad (Maleconadas), que dibujan anhelos o duros presagios (En los sueños), interrumpen el acercamiento entre Dos Orillas o cercan el estallido de luz y color (símbolo de la creatividad) del interior de sus Ventanas de Amelia, apelan a la identificación de todos los cubanos, tanto como a la urgencia de estrechar lazos y superar fronteras e incómodos muros (de control, muros locales, transnacionales, conceptuales, de la información, muros mentales, espirituales) reactivando esa línea de resistencia, de lucha frente a la homogeneidad, la pasividad o la inercia imperante en nuestras sociedades.
El territorio y sus intensas formas, nacidas de peceras vacías, nos devuelven al pez cuyo uso “está relacionado con la leyenda que lo hace poseedor del secreto de los abakuá, pero que significa algo más, algo penetrante en el inconsciente, incluso un ente fálico; barco místico de la vida que navega, viaja”[9], como expresión de una obra especialmente marcada por el imperativo de los viajes y los traslados, de la vida como sucesión vertiginosa de eventos, del hombre y las vías que se abren o definen a su paso. La pintura, el gesto sobre la tela (sensible, movilizador), se convierte en una manera de asimilar, experimentar y re-crear mundos desconocidos, -proyectando nuevos caminos ante un cumulo de incertidumbres-, al tiempo, que un modo íntimo y recurrente de volver a casa, a la isla, en una suerte de nostalgia incurable.